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"La Semana Santa recuerda a la Humanidad entera que nuestro Dios está ahí"

El capellán de Tecnun y del Colegio Mayor Ayete, Don Emilio Fuertes, escribe el siguiente artículo con motivo de la Semana de Pasión

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Don Emilio Fuertes FOTO: Servicio de Comunicación
26/03/18 18:58 Servicio de Comunicación

Cuando el escritor Elie Weisel tenía 15 años fue obligado a presenciar, junto a muchos otros prisioneros del campo de concentración de Auschwitz, el ahorcamiento de un niño más joven que él. Uno de esos horrores que tanto nos conmueven y desconciertan: el sufrimiento de los inocentes. Mientras los guardias daban muerte al chiquillo una voz gritó en el silencio, en medio de la muchedumbre de los prisioneros: ¿dónde está Dios ahora? La respuesta del pequeño Elie Weisel fue: “Dios está ahí, colgado”. 

Ese mismo grito surge en muchos con ocasión de un atentado como el de Barcelona el verano pasado, la guerra interminable de Siria, o el de fenómenos tremendos como el de los niños-soldado, o el tráfico de personas.

La Semana Santa recuerda a los cristianos y a la Humanidad entera que nuestro Dios está ahí, aquí, con nosotros, con todos, con los que sufren y con los que necesitan consuelo y comprensión profundas

Los días santos de esa semana conmemoran litúrgicamente la respuesta que Dios ha dado al dolor y al abandono de los hombres: Jesucristo, el carpintero de Nazaret, nacido durante el reinado de Augusto, es el Hijo de Dios que ha bajado a la tierra y ha sufrido con nosotros y por nosotros, y ha resucitado para no morir más. 

Esta semana, que se conoce en el mundo cristiano como Semana Santa, empieza con el domingo de Ramos. La misa del domingo presenta a Jesús que entra en la ciudad santa, Jerusalén, construida sobre el monte Sión. Y entra a lomos de un burrito, como rey de paz, entre aclamaciones, palmas y alabanzas, recordando las palabras del profeta: 

¡Salta de gozo, Sión! ¡Alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna. (Zacarías 9, 9). Después de este comienzo alegre y esperanzado, la liturgia de los días siguientes evoca la detención, el juicio, y la condena a muerte por parte del poder de Roma de Jesucristo en la Cruz. Al tercer día, el Domingo de Pascua, Jesús resucita para no morir más.

La Semana Santa revive estos sucesos el jueves santo, viernes santo, el sábado santo y el domingo de Resurrección. Y recuerda a todo el orbe cristiano –a todos- que Dios está con nosotros, y no nos dejará. No se trata de una tradición sin origen conocido, ni un reflejo superviviente y ya sin sentido de una leyenda antigua, como el resplandor de una estrella cuyo brillo llega cuando ya está apagada. Es la representación viva y actualizada de las últimas horas de Jesucristo.

Este es el sentido de estos días que se aproximan: recordarnos que no estamos solos en el universo, Dios nos acompaña también en los momentos peores. Quizá no somos capaces de explicar el porqué del dolor y de las injusticias, pero tenemos la seguridad de la presencia divina, y la confianza de saber que Él nos ha perdonado y redimido.

También ahora como en el siglo I pueden resultar escandalosas las palabras en las que San Pablo insistía: “los cristianos hablamos de Cristo y éste crucificado”. Esa noticia de su dolorosa y trágica muerte, y la alegría de su resurrección sigue enfrentándose hoy a una cultura refractaria al espíritu. 

En el comunicado de la muerte de Stephen Hawking el pasado 14 de marzo, sus tres hijos recuerdan que en una ocasión les dijo: ‘El universo no sería gran cosa si no fuera el hogar de la gente a la que amas’. Los cristianos recordamos en la Semana Santa de un modo real y profundo que el universo es el hogar de Dios y de sus hijos, a pesar de los dolores y problemas que podemos encontrar en la vida. Y por eso podemos saborear de nuevo estos días aquel soneto anónimo que nos recuerda: 

No me mueve, mi Dios, para quererte 
el cielo que me tienes prometido, 
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte 
clavado en una cruz y escarnecido, 
muéveme ver tu cuerpo tan herido, 
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, 
que aunque no hubiera cielo, yo te amara, 
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera, 
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera

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